Del sentimiento estético de la vida
En su obra Del sentimiento trágica de la vida, Miguel de Unamuno habla de la trágica historia de pensamiento humano que consiste en una lucha entre la razón y la vida. Toda posición de acuerdo y armonía persistentes “entre la razón y la vida, entre la filosofía y la religión, se hace imposible” (1). La razón quiere que la vida se resigne a lo inevitable, a la mortalidad, mientras la vida quiere vitalizar a la razón, obligándola a que sirva de apoyo a sus anhelos vitales. Y de aquí vienen las trágicas contradicciones de conciencia. Unamuno asume que la solución a ese íntimo problema afectivo puede ser la renuncia desesperada de solucionarlo. Hay que aceptar este trágico sentimiento de la vida y vivir de él. Intentaré demostrar que, por el contrario, podemos resolver ese conflicto si consideramos la mortalidad como precisamente lo que da la vitalidad y el deseo de vivir. La finalidad final de cada hombre puede basarse en el sentimiento estético de la vida que valoriza nuestro propio modo de obrar.
Unamuno afirma que la vida es contra racional y opuesta al pensamiento claro (2). Los racionalistas buscan la definición y creen en el concepto. Los vitalistas buscan la inspiración y creen en la persona. Unos estudian el Universo para arrancarle sus secretos; los otros rezan a la Conciencia del Universo, tratan de ponerse en relación inmediata con el Alma del mundo, con Dios, para encontrar garantía o sustancia a lo que esperan, que es no morirse. No podemos concebir la libertad de un corazón ni la tranquilidad de una conciencia que no estén seguras de su perdurabilidad después de la muerte. La tentación de probar o refutar la existencia de Dios a través de la razón solo podía resultar inútil. Por otra parte, era adecuado apostar por creer en Dios, es decir, creer en algo de lo que no se puede estar seguro de que exista. Si alguien no encuentra móviles e incentivos de acción y de vida, por tanto, se suicida corporalmente o espiritualmente, o bien matándose o bien renunciado a toda labor de solidaridad humana. La falta de esperanza en la forma del escepticismo completo sería la extinción de la inteligencia y la muerte total del hombre. La razón, enseñándonos a dudar de todo y de sí misma, nos reduciría a un estado de inacción absoluta. La razón nos lleva al escepticismo vital, a la negación vital, a negar que nuestra conciencia sobreviva a nuestra muerte. Sin fe en la inmortalidad del alma, la perspectiva más allá de la muerte y el anonadamiento propio nos atormentarían. Que la fe y la razón se peleen entre sí.
Creer en Dios, según Unamuno, es creer en un Dios vivo, cordial (3). Dios es Amor Supremo, esto es, Voluntad. El Dios cordial sufre y anhela en nosotros y con nosotros. El mundo sufre y el sufrimiento es sentir la carne de la realidad, es tocarse a sí mismo, es la realidad inmediata. El dolor es la sustancia de la vida y la raíz de la personalidad, pues solo sufriendo se es persona. Y es universal, lo que a todos los seres nos une es el dolor, la sangre universal o divina que por todos circula. La voluntad es un dolor. Creer en Dios es amarle, y amarle es sentirle sufriendo, compadecerle. Lo más inmediato es sentir y amar mi propia miseria, mi congoja, compadecerme de mí mismo, tenerme a mí mismo amor. Y esta compasión, cuando es viva y superabundante, se vierte de mí a los demás, y del exceso de mi compasión propia, compadezco a mi prójimo. Mi yo vivo es un yo que es en realidad un nosotros; mi yo vivo, personal, no vive sino en los demás, de los demás y por los demás yos. Dios es una proyección de mi yo al infinito, o más bien yo proyección de Dios a lo finito. La revelación sentimental e imaginativa, por amor, por fe, por obra de personalización, de esa Conciencia Suprema, es la que nos lleva a creer en el Dios vivo. A diferencia del Dios vivo, el Dios racional no es algo personal. El Dios Razón, en fin, ni sufre ni anhela (4). El que no sufre, no sufre porque no vive, es lógico y congelado, es una entidad impasible, y por impasible no más que pura idea. La categoría no sufre, pero tampoco vive ni existe como persona. El Dios racional es forzosamente necesario en su ser y en su obrar, no puede hacer en cada caso sino lo mejor. Y es que al Dios racional como al Dios de Leibniz o al Dios de Kant se llega por camino de la razón (5). Pero, la razón nos aparta más bien de Él. No es posible conocerle para luego amarle; hay que empezar por amarle, por anhelarle, por tener hambre de Él, antes de conocerle. Al Dios humano se llega por camino del amor y del sufrimiento. El conocimiento de Dios procede del amor a Dios, y es un conocimiento que poco o nada tiene de racional. Porque Dios es indefinible. Quien define a Dios, pretende limitarlo en su mente. La definición le mata, porque definir es poner fines, es limitar.
Todo ser creado tiende no solo a conservarse en sí, sino a perpetuarse, y a además a invadir a todos los otros, a ser los otros sin dejar de ser él. Unamuno aclara que no quiere perder su individualidad confundiéndose a Dios (5). Sin embargo, él se da cuenta del sacrificio de nuestra personalidad si ella va a enriquecer una Conciencia Suprema. Si supiéramos que al Alma Universal se alimenta de nuestras almas y de ellas necesita, podríamos tal vez morir en una desesperada resignación, entregando nuestra alma al alma de la humanidad. El fondo sentimental es nuestro anhelo de no perder el sentido de la continuidad de nuestra conciencia, de no romper el encadenamiento de nuestros recuerdos, aunque sentimos que es imposible. Perderemos nuestra conciencia poco a poco absorbiéndonos en una Conciencia Suprema. Además, si no nos acordamos siquiera del que a los ocho años fuimos, ¿cómo podremos acordarnos cuando seamos un alma sin cuerpo a los ocho mil años? En este caso, el anhelo de inmortalidad personal del alma pierde el sentido, porque perderíamos la conciencia personal en la vida nueva. ¿Qué diferencia hay para mí si en la vida más allá de la muerte no tendré mis recuerdos de la vida pasada? No es muy diferente de todas esas creencias religiosas sobre la vida después de la muerte como una encarnación en otras formas. Pero llamarlo continuación de la vida es absurdo. Esta es otra vida que no me motiva para nada.
Lo que el hombre busca en la fe religiosa es salvar su propia individualidad, eternizarla. El hombre necesita a Dios para que Dios le salve, no le deje morir del todo. Mi razón, sin embargo, expone esa salvación, no viendo en ella ninguna preservación de la conciencia individual. Pero supongamos que puede vivir y gozar de Dios eternamente un alma humana sin perder su personalidad individual. La opción más común es imaginar que después de la muerte, nuestras almas caerán en el cielo al mismo tiempo rompiendo toda la conexión con la tierra. Esto significa que un alma humana cae en condiciones absolutamente diferentes a las de la vida terrenal. Sin conexión con la tierra, sin sentimiento del cuerpo, sin todo eso que llamaba hombre, mi alma no guarda sino los recuerdos de mi vida pasada. Pero, ¿quería tal continuación de la vida? Tal existencia puede ser un sufrimiento interminable. Yo no soy yo porque no tengo cuerpo, pero yo sigo siendo yo porque tengo los recuerdos de mí mismo cuando tenía cuerpo. A lo que Unamuno respondía que era maravilloso (6). Acostumbrarse es ya empezar a no ser. El hombre es tanto más hombre, esto es, tanto más divino, cuanta más capacidad para el sufrimiento, o mejor dicho, para la congoja, tiene. El dolor nos dice que existimos, el dolor nos dice que existen aquellos que amamos; el dolor nos dice que existe el mundo en el que vivimos, y el dolor nos dice que existe y que sufre Dios; pero es el dolor de la congoja, de la congoja de sobrevivir y ser eternos. La congoja nos descubre a Dios y nos hace quererle. Aunque mi razón refuta que el alma inmortal sufriendo satisface mi anhelo vital. La inmortalidad del alma pura, sin alguna especie de cuerpo, no es inmortalidad verdadera. Y en el fondo, el anhelo de prolongar esta vida, esta y no otra, esta de carne y de dolor, esta de que maldecimos a veces tan solo porque se acaba.
En este caso, ¿podemos imaginarnos una continuación de la vida después de la muerte con el mismo cuerpo y la misma conciencia? Sí, podría ser una dimensión diferente en la cual vivimos la misma vida con el mismo cuerpo desde el principio y con la conciencia de la vida de la dimensión anterior que ya hemos vivido. Dios podría mejorar nuestra conciencia con la transición de una dimensión a otra, con el mismo cuerpo y en la misma vida. En esta imaginación las contradicciones y los absurdos se multiplican. Si cada persona del pasado también se traslada después de la muerte a otra dimensión del mundo para vivirla con el mismo cuerpo y conciencia, entonces hay una alta probabilidad de que el presente ya sea diferente al que era en la dimensión anterior. Mis antepasados en otra dimensión podrían haber tomado decisiones diferentes bajo la influencia de la vida vivida en una vida pasada. En este nuevo presente, por lo tanto, es posible que ya no exista o viva en condiciones completamente diferentes en las que nuestros errores y logros pasados pierden su significado. Este problema se resuelve si a cada persona le asignamos una dimensión separada a la que solo se mueve después de la muerte. Entonces en mi nueva dimensión mi conciencia en mi cuerpo queda igual. Yo vivo la misma vida, tenido en cuenta mi vida pasada. Sin embargo, en esta dimensión no hay lugar para mejorar mi conciencia personal. Yo no podría tener el anhelo vital y la motivación de obrar, conociendo que después de la muerte yo viviré la misma vida. Un niño con conciencia personal de la anterior persona y con la certeza absoluta del futuro estaría en completa divergencia y aislamiento con la sociedad. Sería absolutamente miserable y esta desgracia se intensificaría con cada nueva dimensión posterior. Se podría mitigar esta desgracia vagando por el mundo en busca de la incertidumbre. Se podría vivir cada nueva dimensión en un nuevo país, con nuevas personas, con una nueva cultura, con un nuevo lenguaje. Pero, ¿por qué son necesarios costos tan colosales al crear una nueva dimensión para cada persona para preservar su mente y cuerpo después de la muerte? ¿Por qué Dios no haría meramente un hombre inmortal dentro de la misma vida? No necesita un número infinito de dimensiones del mismo mundo. Racionalmente, un solo y mismo mundo sería suficiente para mejorar la conciencia humana de cada hombre y de todo el linaje humano. Y aquí viene la duda. La inmortalidad en la misma dimensión también no garantizaría que la conciencia humana sería mejor que en el caso de una persona mortal. El hombre inmortal perdería la motivación para hacer algo: “entonces tendré tiempo, viviré por mucho tiempo”. Su vida estaría llena de monotonía multiplicada muchas veces. El aumento de la rutina de la vida nublaría el ojo ante la novedad y conduciría a la depresión. La adquisición de conocimiento no se acumularía progresivamente, sino que se intercambiaría debido al olvido de lo antiguo. Además, un hombre inmortal no podría seguir el ritmo de cada una de las épocas pasadas, y con la siguiente época se retardaría cada vez más. Es decir, la mente cerrada y muy conservadora del hombre inmortal desacelerarían o fijarían la mejora de la conciencia humana en comparación con la tasa de desarrollo de la conciencia del hombre mortal. Así, el hombre mortal se justificaría en términos de la realización de su esencia en esta vida. La mortalidad humana sería lo mejor que le habría pasado al hombre. Paradójicamente, pero sobre lo que se construyen el sinsentido y la insignificancia de la vida humana, es decir, sobre la mortalidad, es lo nos hace vivir y obrar. Cuando Schopenhauer nos hace creer que este mundo es lo peor de los posibles, él construye su pesimismo metafísico sobre el hecho de que no importa lo que haga una persona, moriría de todos modos (7). Para él, la vida es lamentable e insignificante porque toda felicidad, toda satisfacción son cosas negativas. No sentimos que el sufrimiento y el dolor son positivos. La historia de la vida humana sería una historia de esfuerzos vanos, tragedias, errores, decepciones que conducirían a nada más que a la muerte. Si le preguntas a una persona al final de su vida si quiere empezar de nuevo, preferirá la nada absoluta. El hombre nace solo para morir sufriendo, porque su vida mortal no está dotada de otro sentido real que el del sufrimiento. Sin embargo, podemos reformular esta afirmación de la siguiente manera: el hombre nace para morir contemplando su obra. Esta contemplación es positiva porque, con sufrimiento o sin, nos permite engendrar los valores del juicio estético que valoriza nuestra vida mortal. Vamos a verlo.
Lo más inmediato es sentir y amar mi propio Razón, juzgarme a mí mismo, tenerme a mí mismo amor a través de mi Razón. Y esta apreciación estética de sí mismo, cuando es viva y superabundante, se vierte de mí a los demás, y del exceso de mi apreciación propia, siento y amo a mi prójimo. La belleza propia es tanta, que la apreciación estética de mí mismo me desborda pronto, revelándome la belleza universal. De aquí, me llenaría de una gran inspiración por la belleza derramada en todo, que tiene que verterla fuera a los demás. El impulso a la producción, por lo tanto, es obra del amor propio hacía la Razón. De él nace los que nos revelan el anhelo vital y la motivación de obrar. El hombre ansía ser amado, ansía ser apreciado. El hombre quiere que se compartan sus inspiraciones. La apreciación estética de mí mismo es la esencia del amor de mí mismo, del amor que tiene consciencia de serlo, del amor de una persona racional. Según me adentro en mí mismo, voy descubriendo mi propia Razón, que soy todo lo que siento y amo en mí mismo, soy todo lo que la Razón obra en mí mismo. Al tocar mi propia obra, al sentir mi fondo permanente, al llegar a mi propia belleza, me admiro de todo corazón de mí mismo, y me enciendo en deleite de mí mismo. De este amor a mí mismo, de este intenso deleite, paso a admirar a todos mis semejantes y hermanos, las obras de sus Razones que brillan. Empezando por los que son más semejantes a mí, por mis convivientes, voy a admirar a todos los que viven y obran. Cuando el amor es tan grande, tan vivo, tan fuerte y desbordante que lo ama todo, descubro que todo es una Belleza. Esta Belleza nos revela la semejanza de todo el universo y nos hace descubrir en él nuestro anhelo vital e inspiración.
No es por el dolor como los seres vivos llegan a tener conciencia de sí sino es por la apreciación estética de sí mismos. La conciencia de mí mismo no es, sino la conciencia de amarme a mí mismo. Me siento yo mismo al sentirme que yo me amo. El más intenso deleite entre los hombres es el de apreciarse mucho a sí mismo y a los demás y de este deleite surge la inspiración. La voluntad procede del amor propio de la Razón. La voluntad es una fuerza que en nosotros obra porque nosotros apreciamos. Cabe decir que somos los hombres a modo de la obra colectiva, la Belleza del universo. Si hay una Belleza Universal, yo formo parte de ella. La Belleza da sentido y finalidad trascendente a la vida; pero se la da en lo que se refiere a cada uno de nosotros que en ella contemplamos. Lo único de veras real es lo que uno siente, ama y anhela, es el sentimiento estético de la vida. Y necesitamos el amor a la Razón para descubrir este sentimiento. La obra de la inspiración, del amor a la Razón, es tratar de contemplar la Belleza del universo, tratar de concientizarlo o universalizarlo todo. Esa es nuestra sentida finalidad. La Razón objetivada con la voluntad que siente hambre de la Belleza nos lleva a creer que el amor a la Razón no es posible, sino en la mortalidad humana. El placer supremo del hombre es adquirir y acrecentar la belleza. El gozo de la contemplación de la Belleza del universo, entero y todo, es un continuo descubrimiento de ella. Al amar a la Razón conozco mi obra y la cumplo. Este mundo, por lo tanto, no es la peor de las posibilidades, porque conspira a perpetuar la inspiración y con ella la voluntad, porque la Razón acrecienta la voluntad y la perfecciona, porque el fin del hombre es la contemplación de la Belleza. Vivir esta vida limitada y mortal, vivirla una única vez, es lograr la mejor forma de la contemplación que es predestinada para cada hombre.
Según Unamuno, ver a Dios, cuando Dios sea todo en todos, es verlo todo en Dios y vivir en Dios con todo (8). La más perfecta sociedad de este mundo, es la sociedad humana hecha persona. Y ser perfecto es serlo todo, es ser yo y ser todos los demás, es ser humanidad, es ser universo. Y no hay otro camino para ser todo lo demás que darse a todo, y cuando todo sea en todo, todo será en cada uno de nosotros. La apocatástasis es más que un ensueño místico, es una norma de acción, es un faro de altas hazañas. ¿Pero en este grandioso ensueño de la solidaridad final humana debo hacer el sacrificio de este mi yo, por el cual y solo por el cual conozco esa finalidad y esa conciencia? Y henos aquí, en lo más alto de la tragedia, en la perspectiva de este supremo sacrificio religioso. La propia conciencia individual se sacrifica en aras de la Conciencia Humana perfecta, de la Conciencia Divina. Unamuno trata de minimizar este sacrificio con el ejemplo del arroyo que entra en el mar y siente en la dulzura de sus aguas el amargo de la sal oceánica (9). No sería imaginable que él retrocedería hacia su fuente, porque su gozo es sentirse absorbido. Pero el arroyo no tiene una mente que admire y aprecie. No tengo ganas de ser absorbido, porque mi anhelo vital y motivación se basan en la contemplación de mi Razón. El hecho de que voy a enriquecer a la Conciencia del universo no me inspira para crear, porque la razón no acepta ser un mero medio de la finalidad humana del Universo. Mi razón me dice que es mortal, pero no me dice ser un mero accidente pasajero que debe entregarse en Dios. No quiero participar en una obra colectiva según cierto plan de la naturaleza como Kant decía (10). ¿Qué diferencia hay para mí? ¿Qué es la finalidad humana del Universo si no podría contemplar y apreciar el resultado de mi obra después de la muerte? Precisamente por esta razón mi vida mortal es valiosa porque puedo contemplar y apreciar cada momento de mi obra en ella. Si yo fuera inmortal, no sería capaz de amar a mi Razón y, como resultado, verter este amor a los demás hasta la contemplación de la belleza del universo. De aquí, la esencia del bien está en su temporalidad, en que se enderece como fin último y permanente, es decir, a la contemplación estética del Universo que yo puedo lograr durante mi vida. Pues lo que eternizase perdería su bondad, perdiendo su temporalidad. De la inmortalidad surge la impotencia estética que aniquila el anhelo vital y la motivación de la vida. Hay que elevarse a un sentimiento estético de la vida que deriva y desciende de nuestro amor a la Razón. El trabajar cada uno en su propio oficio civil, puesta la vista en contemplación, por amor a la Razón, lo que equivale a decir por amor a nuestra temporalidad, es hacer de ese trabajo una obra de la finalidad. Negar la finalidad del hombre durante su vida es una idea desesperada. Quien imagina la finalidad más allá de la tumba, espera lograrla en la vida eterna, en Dios. Para ellos, la perspectiva de la nada les hace dejar toda esperanza, todo amor a la vida. La nada es mucho más aterradora que una eternidad de pena, porque el que sufre vive, y el que vive sufriendo, ama y espera. Si los hombres van de la nada a la nada, el humanitarismo es lo más inhumano que se conoce. Y acaso nuestro remedio es querer que la contemplación de la belleza del universo nos está reservada como la finalidad humana de cada hombre. Y luego, al morírseme el cuerpo, si mi conciencia vuelve a la absoluta inconsciencia de la que brotó, no haríamos que fuera una confesión dolorosa, trágica. Así como para el artista cuando finaliza y admira su obra no hace de ella une tragedia. Con la finalidad humana colectiva, más allá de la muerte de cada hombre, no es nuestro trabajado linaje humano más que una fatídica procesión de fantasmas. Con la finalidad humana durante la vida de cada hombre, el humanitarismo es lo más humano que se conoce porque da la oportunidad de ver, sentir, amar la obra de su vida.
Aunque Unamuno añade que él no quería morirse (11). Quería vivir siempre. Quiero vivir yo, este pobre yo que se siente ser ahora y aquí. ¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? ¿Para qué vivir? ¿Para ese pobre gozar de la vida que pasa y no queda? No para gozar de la vida, sino por el amor a la razón que nos hace anhelar y contemplar la Belleza del universo. El sentimiento estético de la vida sustituye el anhelo de inmortalidad personal. La contemplación de la Belleza del universo sobrepuja a la duda de lograr la finalidad humana porque esta es la finalidad misma. A esto Unamuno respondería que el hombre adopta distintas actitudes y busca de varias maneras consolarse por haber nacido. Y se dice que este universo es un espectáculo que Dios se da a sí mismo, y que debemos contribuir a hacer que el espectáculo sea lo más brillante y lo más variado posible (12). Han hecho del arte una religión y han inventado la monserga del arte por el arte. El que escribe, pinta, esculpe o canta quiere, cuanto menos, dejar una sombra de su espíritu, algo que le sobreviva. Pero, el cielo de la fama no es muy grande. Cuantos más entren en él, a menos toca cada uno de ellos. Esa ansia de la gloria es, en el fondo, ansia de inmortalidad. Pero no es de sustancia y bulto, al menos de nombre y sombra. Todo esto se aplica a aquellos que, de nuevo, no ven la integridad y finalidad en sus creaciones, que creen en la Conciencia Suprema y esperan contribuir con ella por su gloria después de la muerte. Y el que siente y contempla la finalidad de sus obras, siquiera en el momento de su creación no necesita fama y gloria mundana, y, por lo tanto, no anhela la inmortalidad. Pero Unamuno nos dice que el hombre no se conformaba con lo racional, quería dar finalidad final a la vida, a esta que llamo la inválida final (13). El hombre no dejaba de buscar la felicidad; sin encontrarla en la riqueza, ni en el saber, ni en el poderío, ni en el goce; ni en la resignación, ni en la buena conciencia moral, ni en la cultura. Este pesimismo resultó de la pérdida de la fe en la inmortalidad del alma, en la finalidad humana del Universo. Y acaso la explicación de este problema es que no es posible de dar la finalidad final a la vida racionalmente. El amor a la Razón de que brota la finalidad final no es racional. Es vital porque sirve para vivir. El amor a razón no se puede sostener sino sobre la razón que la haga trasmisible. La razón a su vez no puede sostenerse sino sobre el amor que es vital. Dar finalidad final a la vida no significa buscar o realizar algo concreto, sino amar y contemplar su obra a través de las creaciones de los demás. Esta contemplación estética engendra los valores de más universal validez porque la pluralidad de valores puede organizarse y unificarse conceptualmente. Por un lado, el valor lo producen las cualidades artísticas impuestas al objeto; por otro lado, se da en una experiencia perceptiva. Como la experiencia de la evaluación es correlativa a la obra y similar en todos los hombres, el valor se concibe como causa objetiva de esta experiencia (14).
Cuanto más me amo a mí mismo, y cuanto soy más yo mismo, la plenitud de mi amor se vierte a mis hermanos, y al verterse a ellos, su amor entra en mí. Amar al prójimo, es querer que sea como yo, que sea otro yo, es decir, es querer que yo sea él. De ahí resulta este esfuerzo de borrar la división entre yo y los demás. Las inspiraciones que yo recibo de los demás a través de su amor llena mi vida del anhelo vital y motivación. En la contemplación estética de la vida no importa la cultura, el lenguaje, la ciencia, la religión. Todo eso da el contenido de la apreciación estética. Unamuno habla de la filosofía española que está líquida y difusa en la literatura española, en vida, acción, mística y no en sistemas filosóficos (15). Si hablan que los españoles no tienen espíritu científico, es porque tienen algún espíritu. Y destacando esa divergencia de los españoles con los demás, Unamuno falla en mostrar la colectividad, la solidaridad humana con el sentido religioso. Por un lado, él afirma que entre ellos todas las consciencias individuales, las que han sido, las que son y las que serán, tal como se dieron, se dan y se darán en sociedad y solidaridad de la Conciencia Suprema. Por otra parte, la historia, el proceso de la cultura no halla su perfección y efectividad plena sino en el individuo (16). El individuo es el fin del Universo que sienten muy bien los españoles. Al hablar de la individualidad del español, Unamuno pone la línea divisoria entre él y los demás, complicando el entregarse en los brazos de Dios. Quiere entregarse por entero, dar su espíritu para salvarlo, para eternizarlo, sacrificando su vida. Pero, quiere también guardar su individualidad contrastándola con otros. Es una complejidad del sentimiento religioso de Unamuno que reconoce que es un hombre de contradicción y de pelea (17). Es uno que dice una cosa con el corazón y lo contrario con la cabeza, y que hace de esta lucha su vida.
En conclusión, Unamuno afirma que Dios no es sino el Amor que surge del dolor universal y se hace conciencia. Pues la finalidad del mundo es la conciencia. Y toda esa trágica batalla del hombre por salvarse, ese inmortal anhelo de inmortalidad, no es más que una batalla por la conciencia. Si la Conciencia Suprema no existe, entonces no hay nada más execrable que la existencia. Y la razón, que se burla de la fe y la desprecia, hace la vida tragedia. Esta tragedia es perpetua lucha, sin victoria ni esperanza. Hay, sin embargo, la esperanza de reconciliar la razón con la vida. Es el amor a la razón el que engendra una concepción y un sentimiento estético de la vida.Cuanto más me amo a mí mismo, con el amor que se vierte a los demás, contempla la vida plenamente al ir valorizando mi obra. Siento la finalidad final de esa obra porque aprecio sus valores de validez universal. Mi razón, entonces, no necesita contribuir a la conservación, perpetuación y enriquecimiento de la conciencia. Él está liberado de una carga pesada de la finalidad del Universo. La existencia, pues, está lleno de nuevo sentido porque la mortalidad se convierte en potencia creativa. Ser mortal significa dar valor a su creación contemplando su obra. Tal es la base del sentimiento estético de la vida que nos da la motivación y la inspiración de crear, es decir, vivir y anhelar.
Referencias:
- Miguel de UNAMUNO, Del sentimiento trágico de la vida, 1913, https://www.gutenberg.org/ebooks/59852 p.90.
- Ibid. p.51.
- Ibid. p.159.
- Ibid. p.129.
- El Dios de Leibniz significa el Dios que creó el mejor de los mundos posibles. Es un Dios racional, porque sabía qué mundo posible era el mejor y pudo crearlo. Se puede encontrar más detalles en el tratado Teodicea de Leibniz (1710). El Dios de Kant se entiende como Dios cuya prueba se lleva a cabo por medio de la razón. Uno de los postulados sobre la existencia de Dios es el postulado de la presencia de un Ideal moral, que es posible en nuestro mundo sólo bajo el supuesto de la existencia de Dios. Véase la Crítica de la razón pura de Kant (1781) para más detalles.
- Ibid. p.142.
- Ibid. p.160.
- Arthur SCHOPENHAUER, El peor mundo posible, Traducción francesa de Jean Bourdeau bajo el título “Pensées et fragments” https://www.schopenhauer.fr/fragments/le-pire-des-mondes.html
- Miguel de UNAMUNO, Del sentimiento trágico de la vida, 1913, https://www.gutenberg.org/ebooks/59852 p.198.
- Ibid.
- Aquí tenemos en mente el progreso de la humanidad desde el punto de vista de la realización del plan de la naturaleza. Para más detalles, consulte el análisis de Kant sobre el progreso de la humanidad en francés https://postulat.org/fr/kant-sur-le-progres-de-lhumanite/
- Miguel de UNAMUNO, Del sentimiento trágico de la vida, 1913, https://www.gutenberg.org/ebooks/59852 p.36.
- Ibid. p.41.
- Ibid. p. 230.
- Puede leer más en mi obra sobre la racionalización del juicio estético en inglés https://postulat.org/category/by-theory/criteria-of-an-aesthetic-judgement-of-contemporary-art/
- Miguel de UNAMUNO, Del sentimiento trágico de la vida, 1913, https://www.gutenberg.org/ebooks/59852 p.237.
- Ibid. p. 240.
- Ibid. p. 201